Nueve meses después de la llegada de Zapote a la presidencia municipal de Tizimín, las calles siguen siendo un reflejo exacto de su administración: superficies agrietadas, promesas sin sustento y una obra pública que se desmorona más rápido de lo que tarda en anunciarse.
La reciente repavimentación de algunas vialidades no es motivo de celebración, sino de escepticismo. Basta recordar el “bacheo permanente”, ese programa fantasma donde los hoyos tapados reaparecen —con más fuerza y profundidad— a los tres días. La Avenida Miguel Hidalgo, rumbo al Cementerio, es el monumento perfecto a este fracaso: ocho meses de parches inútiles sobre una base mal construida desde la administración de Chary Díaz. Ironías del destino: una calle que conduce a los muertos y un gobierno que entierra su propia credibilidad con cada bache sin resolver.
Mientras las calles se desintegran, el espectáculo político no cesa. Macari y Chaty, autoproclamados “árbitros ciudadanos”, agotaron su conteo regresivo exigiendo acciones concretas. ¿El resultado? Silencio. Ni planes, ni propuestas, solo el vacío retórico de quienes confundieron la crítica con el protagonismo. Ahora es el pueblo quien lleva la cuenta: 5, 4, 3, 2, 1… para que estos actores secundarios decidan si son oposición o comparsa.
Gilmer Loeza y Mauricio González, con sus sonrisas de circunstancia en los XV años de Zapote, son la prueba viviente de que en Tizimín la política es un club donde la incompetencia tiene membresía vitalicia. Son los mismos nombres, las mismas caras, la misma fórmula del fracaso reciclado.
No hay proyecto, solo maquillaje; no hay avance, solo simulacro. Las calles destrozadas son la metáfora perfecta: un gobierno que no sostiene ni el asfalto, mucho menos la confianza de quienes debería servir.
Los baches crecen, los discursos se repiten y los personajes de siempre siguen ocupando espacios que no merecen. Tizimín no necesita más payasos con micrófono. Necesita, urgentemente, una clase política que deje de actuar y empiece a trabajar.